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‘Si no marcas tu espacio, se lo quitan’

  • mayo 1, 2025
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Cúcuta, una ciudad marcada por el pasaje y los contrastes, ha emergido como un refugio indispensable para miles de migrantes venezolanos que buscan reconstituir sus vidas en medio

‘Si no marcas tu espacio, se lo quitan’

Cúcuta, una ciudad marcada por el pasaje y los contrastes, ha emergido como un refugio indispensable para miles de migrantes venezolanos que buscan reconstituir sus vidas en medio de la incertidumbre que los rodea. En una esquina emblemática de la Plaza de Banderas, que se encuentra cerca del estadio general de Santander, Elena Mendoza se dedica a agitar la masa de maíz, mostrando la destreza de quien ha estado transformando ingredientes en oportunidades durante muchos años.

A medida que la mezcla dorada y espesa cae en la sartén caliente, el aroma dulce y familiar se dispersa en el aire. «Los mandocas son de mi tierra», dice con orgullo, mientras da forma al passaboca que vende. Con una bandeja de cigarrillos, un cava iCopor y varios utensilios de cocina, se ha tejido una historia de esperanza frente a los desafíos de la xenofobia, la explotación laboral y la violencia que acecha la ciudad. Este lugar es su espacio de trabajo, donde no solo interactúa, sino que también escucha y observa a su entorno, todo lo cual la empodera para protegerse y resistir.

La promesa rota de una nueva vida

La historia de Elena está marcada por una interrupción. Un ruido de motor rompe su momento de trabajo; una motocicleta se detiene a su lado. El conductor, con el casco puesto y sin bajar, hace un gesto reservado. Elena, después de suspirar, abre la canguro y extrae unos boletos, que se intercambian en silencio. «Cuando no me comunicas, tomo prestado», comenta.

Elena nació en Agua Santa, una ciudad del estado de Trujillo en Venezuela, y luego se estableció en Cabudare, en el estado de Lara. Era estilista y manicurista profesional, con su propio negocio y una clientela fija que le brindaba estabilidad, a pesar de las crisis que azotaban su país. Sin embargo, la creciente violencia y la persecución política que la rodeaban la obligaron a abandonar todo.

“Fui secuestrada, presencié secuestros y sufrí violencia de género dentro de mi propio negocio. Tuve que tomar una decisión dolorosa: sobrevivir o quedarme y ver cómo se desmoronaba mi vida”, recuerda con una voz temblorosa pero resoluta, como quien ha aprendido a superar el dolor.

El camino hacia el nuevo destino no fue sencillo. La travesía a través de la frontera implicó dejar atrás su hogar, su historia y a muchos de sus seres queridos. Al llegar a Cúcuta, la promesa de nuevas oportunidades se desvaneció rápidamente, como un espejismo. «Me dijeron que aquí podía trabajar y que viviría mejor ganando en pesos. La realidad, no obstante, fue muy distinta. Mis herramientas de trabajo se quedaron atrás, así como la posibilidad de continuar con mi profesión», comparte Elena.

Con el tiempo, comprendió que debía reinventarse y comenzó a vender café en las calles. «Al principio sentí vergüenza, pero aprendí que la dignidad no reside en el tipo de comercio, sino en la manera en que enfrentas la vida», reflexiona.

Una lucha diaria en el asfalto

El comercio informal en Cúcuta es un entorno competitivo donde los más débiles son fácilmente devorados. Los vendedores ambulantes compiten no solo por las mejores ubicaciones, sino que también se enfrentan a la extorsión o a la persecución de las autoridades.

«Si deseas vender en ciertos lugares, tienes que pagar. Y si no pagas, te quitan tu espacio», explica Elena. La alternativa es trabajar el doble de horas, sacrificando su tiempo de descanso, salud y momentos con su familia. «Salgo temprano por la mañana y no regreso hasta que haya vendido lo suficiente. No tengo un horario fijo», confiesa.

Sin embargo, más allá del sacrificio, hay un miedo constante presente. La violencia en Cúcuta se asemeja a un espectro que acecha.
«Aprendes a leer el ambiente. Si la calle está demasiado vacía, empiezo a sospechar. Recientemente, cuando escuché una explosión, supe que algo iba mal y recogí temprano mis cosas», menciona.

En la Plaza de Banderas y en otros lugares de la ciudad, Elena ha sido testigo de todo: peleas entre vendedores por un buen espacio, robos, agresiones e incluso asesinatos. «Aquí nadie te protege. Si no marcas tu espacio, te lo roban. Por eso siempre llevo algo para defenderme», señala mientras acaricia una pieza de un palo de billar que un amigo le dio como protección. Un cuchillo también es parte de su conjunto.

El peso de ser mujer y migrante

El ser mujer y migrante en un entorno tan hostil conlleva una carga silenciosa. Todos los días, Elena se enfrenta a comentarios insinuantes, propuestas indecentes y al peligro inminente de la trata de personas. «Siempre hay un hombre que pregunta qué más vendo», dice. Para muchas mujeres, la calle se convierte en una trampa mortal. «Conozco a mujeres que terminan en prostitución porque no tienen otra opción. También he visto a muchas caer en el mundo de las drogas como única salida», confiesa.

A pesar de que Elena pudo haber tomado ese camino, eligió resistir. La violencia ha dejado una huella profunda en su vida. Hace unos años, sus amigos cercanos, dos jóvenes de la comunidad LGTBIQ+, fueron seducidos por el microtráfico. «Intentaron utilizarlas para vender drogas en la calle. Les advertí que no se involucraran, pero el miedo fue más fuerte. Terminaron amenazadas y tuvimos que separarnos», recuerda con nostalgia. Desde entonces, ha aprendido que sobrevivir en la calle requiere más que ingenuidad. «No hay lugar para la debilidad aquí. Si bajas la guardia, te superan».

Elena, la madre y la líder

En medio de la lucha diaria por la supervivencia, Elena encontró una razón aún mayor para seguir adelante: su hijo de tres años. «Él es mi razón de ser. Todo lo que hago es para él», dice con una sonrisa que ilumina su rostro, que está marcado por el sol y la fatiga. Sin embargo, ser madre soltera en su situación trae consigo desafíos significativos. «Me lo quitaron durante tres días porque alguien denunció que lo tenía en la calle. Fue el peor dolor de mi vida», recuerda, con tristeza en su voz. Desde entonces, ha contratado a alguien de confianza para que lo cuide mientras trabaja. «No quiero volver a vivir eso», afirma.

A pesar de las dificultades, Elena sigue adelante. «No puedo rendirme. Si me rindo, ¿quién cuidará de mi hijo?», plantea. La lucha constante, las largas jornadas laborales, la inseguridad y la escasez de oportunidades pesan sobre sus hombros, pero ella no se detiene. «Vine aquí en medio de una guerra y continuaré hasta el final», dice con determinación.

No obstante, su historia trasciende la simple venta callejera. Con el tiempo, Elena descubrió que su voz podría resonar en un ámbito más amplio. Comenzó a involucrarse en iniciativas comunitarias hasta llegar al Consejo Asesor de Mujeres de Cúcuta. «Nosotras, las mujeres migrantes, luchamos en dos frentes. No solo trabajamos arduamente, sino que también enfrentamos violencia, abuso y explotación», explica.

En el Consejo, ha encontrado una oportunidad para canalizar su ira y su dolor hacia acciones positivas, en compañía de 25 líderes. Ha participado en mesas de trabajo con la oficina del alcalde, ha representado a migrantes y refugiados, y ha denunciado casos de abuso. «Si no alzamos nuestras voces, seguirán pisoteándonos», sostiene Elena con firmeza.

Sin embargo, el camino del activismo no es fácil. A menudo, los problemas de la calle la persiguen incluso en su trabajo como líder. «No es solo en la venta; en el activismo también quieren silenciarte. A veces recibo amenazas y otras veces simplemente me ignoran», confiesa, mostrando vulnerabilidad detrás de su fuerza.

Desde el 16 de enero, el Estadio General Santander se ha transformado en un refugio para cientos de familias que han huido de la violencia en Catatumbo. Elena ha visto cómo llegan con lo poco que lograron salvar, con el mismo dolor en sus ojos que ella tuvo al abandonar Venezuela.

«Verlos me trae recuerdos de todo lo que viví. Me motiva a luchar más». La violencia en Catatumbo ha desplazado a miles, muchos terminan enfrentando las mismas circunstancias que los migrantes venezolanos: desempleo, falta de hogar y sin certezas. «Es la misma historia, con otro nombre. Han perdido todo, al igual que nosotros», enfatiza.

Danglis Elena Mendoza Piña no es solo una vendedora ambulante. Es una sobreviviente, una madre y una luchadora incansable. Es la voz de los invisibles, de aquellos que enfrentan batallas cotidianas en las calles de una ciudad que los ignora, pero al mismo tiempo los necesita. «No sé lo que me depara el futuro, pero tengo claro que no rendirme. Vine a este país en medio de una guerra y continuaré luchando hasta el final», asegura, mientras mira las fotografías de sus dos hijas que viven en el extranjero.

Las trompetas y la batería comienzan a sonar. Al día siguiente hay un partido y los barristas ensayan sus canciones. Elena se apresura para preparar todo para el día. «Esto no es para», dice con una sonrisa cansada. Sin embargo, la lucha persiste, ardiendo en el fuego de su pequeña cocina, en cada mandoca que vende, en cada mujer que representa y en cada batalla que, a pesar de todo, sigue librando.

Andrés Carvajal Suárez

Por tiempo, Cúcuta