Las duras historias de más 133 mil mujeres que sostienen la economía informal de Cúcuta entre violencia, exclusión y rebusque en medio de la migración – Tinta clara
julio 30, 2025
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Selvia lo sintió antes de oír el motor. Mientras vendía café en el barrio Sevilla, a las 6 de la mañana, en la comuna 5 de Cúcuta, una
Selvia lo sintió antes de oír el motor. Mientras vendía café en el barrio Sevilla, a las 6 de la mañana, en la comuna 5 de Cúcuta, una camioneta se detuvo frente a ella. El hombre bajó el vidrio. Tenía la camisa levantada y movía la mano con rapidez. Se quedó quieta. No gritó. No corrió. Desvió la mirada. “No vi todo, pero vi suficiente. Me mostró la plata como si yo tuviera precio”.
Para Selvia, migrante venezolana, esa no fue una anécdota más. Fue una horrible confirmación del poder que algunos creen tener sobre los cuerpos de las mujeres. Vender en la calle no es solo cargar un termo de café o gritar la oferta del día: es resistir el hambre, el acoso, la impunidad. Implica cuidar a los hijos con una mano y espantar a los depredadores con la otra.
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Y ella no es la única. En Cúcuta, donde la economía informal crece entre toldos y semáforos, cientos de mujeres migrantes sostienen la economía de una ciudad fronteriza que no se detiene. Esta es la historia de tres de ellas: Selvia, Elena y Dayana. Mujeres que no solo venden; también cargan con el peso del miedo y la fuerza de la resistencia.
La violencia de género no se expresa solo en agresiones físicas o acoso callejero. Foto:EL TIEMPO
Entre el cuerpo visible y la voz ignorada
En la calle, ser mujer es un riesgo, y en la frontera, ese riesgo se multiplica. Dayana Cáceres, de 42 años, enfrenta el mismo estigma que Selvia. “Apenas te acercas a una pareja para ofrecer lo que vendes, ya te miran como si tuvieras otras intenciones. Como si solo pudieras estar ahí por sexo o por robo”.
Es licenciada en educación y migró hace siete años desde Barinas, en Venezuela. Describe su migración como un “proceso de luto”, una separación abrupta y dolorosa de todo lo que había construido: su casa, su profesión, su familia. “Es un corte violento que tienes que hacer de un día para otro”, dice.
Hoy vende chorizos, con una marca propia que ella misma diseñó. Sus manos, antes acostumbradas a los lápices y cuadernos, ahora acomodan el carbón y ensartan embutidos. Pero ser mujer y migrante, dice, significa tener que demostrar el triple para ganarse el respeto.
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En Cúcuta, la violencia de género no se expresa solo en agresiones físicas o acoso callejero. También se manifiesta en la desprotección cotidiana: en la falta de baños públicos, de empleo digno y de respeto. De acuerdo con el informe sobre pobreza y equidad en Colombia, del Banco Mundial, esta precariedad golpea con más fuerza a los grupos étnicos y a las mujeres migrantes, muchas de ellas venezolanas. “No todos los grupos tienen las mismas oportunidades de salir de la pobreza”, advierte el organismo.
Ser migrante es cargar con una doble condena: la del desarraigo y la de la sospecha Foto:EL TIEMPO
La investigadora feminista y exdirectora del Observatorio de Asuntos de Género de Norte de Santander, Adriana Pérez, afirma que muchas veces se asume que la calle es un territorio neutral, pero no lo es. También advierte que la violencia actual contra las mujeres migrantes no debe verse como algo nuevo, sino como un problema estructural arraigado a la ciudad y a la frontera.
“Hay denuncias sobre trata con fines de explotación sexual, pero cuando las mujeres acuden a la Policía, sus testimonios no son tomados en serio. Muchas veces, en lugar de apoyo, se les recrimina y se les revictimiza por su nacionalidad”, explica.
Cargar con la sospecha
Ser migrante es cargar con una doble condena: la del desarraigo y la de la sospecha. Elena Mendoza lo sabe. Es venezolana, madre, vendedora ambulante y lideresa. Representa a las mujeres migrantes en el Consejo Consultivo de Mujeres, pero su día a día está lejos de cualquier escritorio institucional.
El Consejo fue creado en 2023 como un espacio de participación ciudadana para que lideresas como ella pudieran incidir en la política pública local con enfoque de género. Pero, en la práctica, su alcance ha sido limitado y la voluntad política para respaldarlo, escasa.
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Mientras en los salones se habla de participación, Elena madruga a sobrevivir. Vive con su hijo de cuatro años y trabaja en la Plaza de Banderas, junto al Estadio General Santander, en una de las avenidas más transitadas de la ciudad. Allí organiza su puesto y comienza la venta: cigarrillos, dulces, café, pan. En los días de fútbol, también ofrece cerveza. Migró hace diez años, tras una cadena de violencias.
El consejo, fue creado en 2023 como un espacio de participación ciudadana para Foto:EL TIEMPO
“Fui secuestrada y víctima de violencia basada en género. No aguanté más y migré a Colombia”. Al llegar, le robaron la maleta con sus herramientas de estilista, el oficio que ejercía en su país. Sin nada, la venta callejera fue su única salida.
Paga arriendo por una casa en la que rara vez duerme. Prefiere quedarse junto a sus productos para no tener que moverlos cada noche. Hay consumidores de droga y otros que intentan quedarse con su puesto. Ha pasado noches enteras en esa esquina. Se ha resfriado, ha presenciado peleas y ha recibido amenazas.
Sus piernas, tonificadas por pedalear cada día, desatan comentarios y prejuicios. Algunos asumen que está vinculada al microtráfico o a la prostitución. “Las que no aceptamos terminamos siendo solo ‘presas’ disponibles en la calle. Una no sabe si va a terminar siendo víctima de trata”, advierte.
Dayana conoce bien esa lucha. Las calles, dice, son un campo de resistencia. “Sobrevivir en la calle es muy difícil, es muy competitivo. Lo mejor es ser ambulante, y así te salvas de algunos conflictos. Pero cuando intentas quedarte en un lugar fijo, debes estar lista para pelear, porque ahí es donde empieza el peligro”.
Elena fue secuestrada y víctima de violencia basada en género Foto:EL TIEMPO
El centro de Cúcuta, por ejemplo, tiene sus propias reglas. “Eso es una mafia. Hay dueños de cuadras. Tienes que pagar por trabajar. No es que viste un espacio y llegaste: no. Todo está repartido. Hay quienes te cobran vacunas o te alquilan el puesto. Terminas pagando arriendo por un pedacito de andén. Y en temporada alta, aparece el supuesto dueño con su mercancía y te toca irte”.
En Cúcuta, ser migrante no es solo un estatus legal: es una marca social que define cómo te miran, qué derechos puedes ejercer y cuánta dignidad te permiten tener. Según Migración Colombia, hasta mayo de 2025 había 2.812.648 venezolanos en el país. De ellos, más de 223 mil mujeres migrantes estaban en condición migratoria irregular.
El Centro Intégrate, un espacio humanitario operado por el Ministerio de Igualdad y la Alcaldía de Cúcuta, ofrece atención en salud, orientación psicosocial y asesoría jurídica, pero enfrenta el desafío de responder a una población cada vez más grande y vulnerable.
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Para Virgilio Torres, su coordinador desde la apertura en 2022, el reto es mantener un enfoque cercano y sensible a las realidades de quienes llegan. “Lo que más buscan es acompañamiento para acceder a la regularización migratoria”, señala. Solo entre diciembre de 2024 y mayo de 2025, el centro atendió a 4.645 mujeres migrantes.
Maritza Sánchez, enlace social del centro, insiste en que la falta de documentación no borra los derechos de una mujer. “Aun sin regularización, siguen siendo personas, mujeres. Eso no se les puede quitar”, afirma. Ha acompañado cientos de casos de violencia: muchos con agresores colombianos, y otros con europeos o asiáticos que residen en la ciudad. La violencia, dice, no tiene pasaporte.
Más allá del rebusque
La vida migrante no se sostiene sola. Muchas mujeres deben cargar con una doble responsabilidad: sobrevivir en Colombia y enviar lo justo a sus familias en Venezuela. “Por eso nos toca vender rifas, limpiar vidrios, hacer lo que sea para cubrir todo. Si no vendo aquí, ¿de qué vivo?”, explica Elena.
Su historia no es aislada. Incluso para las colombianas. Según el DANE, en el primer trimestre de 2025, el 54,2 % de las mujeres ocupadas en el país trabajaban en la informalidad. En Cúcuta, más de 246.000 personas viven de esta economía; unas 133.000 son mujeres.
La informalidad no solo precariza la vida de quienes la enfrentan a diario, también frena el desarrollo económico de las ciudades. El Banco Mundial advierte que su impacto alcanza a casi el 80 % de las empresas. En su memorando económico de 2024, señala que “cerca de un tercio del empleo en Colombia lo generan alrededor de cinco millones de microempresas, y casi el 90 % de ellas son informales”.
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Sergio Castillo, presidente de la Cámara de Comercio de Cúcuta, asegura que entre el 50 y el 60 % de las ideas de negocio que buscan acompañamiento en la entidad son lideradas por mujeres. Sin embargo, muchas no logran sostenerse más allá del tercer año. “La mujer emprende, pero también cuida, cocina, lleva al niño al colegio. Eso va minando su negocio. Por eso es necesario diseñar políticas que reconozcan esas cargas y brinden acompañamiento más allá del capital semilla”, afirma.
n la calle, ser mujer es un riesgo, y en la frontera, ese riesgo se multiplica. Foto:EL TIEMPO
La Cámara promueve programas que no exigen formalidad previa, lo que ha permitido que mujeres migrantes accedan a formación, asesoría y microfinanciación. Aun así, la falta de continuidad sigue siendo un obstáculo. “Los proyectos duran un año, luego se acaban y arrancan otros. Pero ellas necesitan tiempo y un acompañamiento real”, advierte Castillo.
La más reciente encuesta de percepción ciudadana, Cúcuta Cómo Vamos, publicada en marzo de 2025, confirma ese panorama: el 70 por ciento de los encuestados considera que no es fácil conseguir empleo en la ciudad, y solo el 30 por ciento se muestra optimista frente al futuro económico.
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El precio emocional de criar en la calle
Ser madre en la calle es criar con el cuerpo como escudo. Elena vigila a su hijo de cuatro años mientras vende, dándole instrucciones que él apenas alcanza a entender. Selvia, en cambio, madruga antes de que el sol caliente el pavimento. A veces sus hijos aún duermen; otras, la observan en silencio, como si intuyeran que no hay espacio para preguntas. Antes de salir, acomoda el café, cierra la puerta y les repite lo de siempre: que no abran, que no cocinen, que se cuiden.
“Lo más duro es cuando me da esa angustia, así, de la nada. Como una punzada aquí”, dice, señalando el pecho. “Me pregunto si mis hijos están bien. A veces me dan ganas de devolverme. Otras, me obligo a seguir, porque si no vendo, no hay comida. Hay días en que me hago 80 mil; otros, apenas 10 mil”.
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Dayana también toma decisiones pensando en sus hijos. Su permanencia en Colombia está atada a ellos. “¿Por qué le apuesto a mi negocio y persisto? Porque no tengo otra opción. No tengo los recursos para volver. Y lo que me retiene aquí es saber que mis hijos pueden estudiar con calidad, algo que allá no tendrían”.
Hay consumidores de droga y otros que intentan quedarse con su puesto. Foto:EL TIEMPO
Ellas educan en medio de la incertidumbre, y eso impacta su salud mental. La psicóloga Paola Castellanos las acompaña en ese proceso. “El duelo migratorio se mezcla con la maternidad y con la culpa. Algunas dejaron a sus hijos en Venezuela; otras los tienen aquí. Entonces, la calle se convierte en escuela, en guardería, en hogar”, explica.
Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud de 2025, el 55,6 por ciento de los hogares colombianos tienen a una mujer a la cabeza. En 2015, esa cifra era del 36,4 por ciento.
¿Y si el sistema las reconociera?
La Política Pública para Vendedores Informales de Cúcuta, aprobada en mayo de 2025, traza una hoja de ruta a diez años. Plantea caracterizar a los vendedores, reubicarlos en espacios como parques y mercados, y avanzar hacia una formalización progresiva de quienes viven del rebusque. Pero en la práctica persisten muchas barreras. Una de las más comunes: el acceso al crédito.
A ese obstáculo se suma otro igual de profundo: Cúcuta aún no cuenta con una caracterización completa de su población vendedora ambulante. Según datos de la Secretaría de Gobierno, hasta ahora solo se han censado 800 personas, aunque se calcula que son más de 3.000. Sin datos, sin respaldo y sin capital, la promesa de formalización sigue siendo solo eso: una promesa.
Torcoroma Sánchez, asesora de empleabilidad del Centro Intégrate, advierte que el deseo de emprender sí existe, pero los obstáculos son múltiples. “La mayoría de las mujeres no pueden formalizarse porque no tienen títulos apostillados, experiencia certificada ni historial financiero. Eso las atrapa en un círculo de subsistencia del que no pueden salir. No pueden crecer”.
En esta capital fronteriza, el 94 por ciento de los registros mercantiles de personas naturales extranjeras corresponde a mujeres venezolanas. Aunque algunas han logrado consolidar sus negocios en la formalidad, la mayoría sigue en la informalidad.
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La economista Sharyn Hernández, coordinadora del Observatorio Regional del Mercado Laboral (Ormet), lo resume con claridad: “En Cúcuta hay una dificultad estructural para que las mujeres accedan al trabajo formal, y eso se agrava en el caso de las migrantes. A la falta de documentación y permisos se suma la carga del cuidado. No pueden insertarse en empleos acordes con su formación y terminan en actividades informales de mera supervivencia”.
Colombia ha avanzado en cerrar brechas en salud y educación en las últimas décadas, pero las mujeres siguen enfrentando obstáculos para ingresar y mantenerse en el mercado laboral. “La proporción de mujeres jóvenes que no estudian, no trabajan ni reciben capacitación es cuatro veces mayor que la de los hombres en Colombia, y el 92 por ciento de ellas se dedica exclusivamente a las tareas del hogar”, señala un informe del Banco Mundial.
Ellas dicen que las calles son un campo de resistencia. Foto:EL TIEMPO
La fuerza que no se nombra
Vender en la calle no fue una elección para Dayana, fue una urgencia. Llegó con la idea de que sería algo temporal, una forma de sostenerse mientras encontraba una opción mejor. Pero el tiempo pasó y las alternativas no llegaron. Siete años después, ese rebusque inicial se convirtió en una marca propia que recorre ferias, barrios y parques. Para ella, la calle dejó de ser un punto de partida: es el único lugar donde aún se cruzan el trabajo y la dignidad.
Emprender desde la calle no ha sido fácil. Hay días sin una sola venta, el sol castiga, los fracasos se acumulan y, al final, el cuerpo queda tan exhausto que hasta respirar cuesta. “He llorado muchas veces. He sentido que no puedo más. Pero tampoco puedo rendirme”.
La investigadora Adriana Pérez lo plantea con claridad: el trabajo informal de estas mujeres no solo sostiene sus economías, también mantiene en pie aspectos esenciales de la vida cotidiana, como la movilidad, la alimentación y el cuidado no remunerado. “No se trata de incluirlas en un sistema que históricamente las ha excluido, sino de transformarlo desde sus experiencias. Ellas ya construyen economía popular y redes de cuidado comunitario. Ese trabajo colectivo es el que merece ser reconocido”.
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Lilibeth Villamizar, vocera del Consejo Consultivo de Mujeres, coincide en que, para muchas, trabajar en la calle es un acto de resistencia y dignidad frente a la desigualdad que atraviesa la frontera. En medio de la desprotección, surgen redes informales entre ellas mismas. “Lo común es que somos mujeres. Y aunque las experiencias varían, todas habitamos formas de exclusión. En ese cruce nace el cuidado. Ahí se sostiene la red”, concluye.
Las esquinas no son solo puntos de venta. Son refugios. Espacios donde las mujeres se protegen entre sí, donde se comparten alimentos y se alerta ante el peligro. Elena lo dice con naturalidad. “Aquí nos cuidamos entre todas. Si veo que una no está, la llamo. Si alguien molesta, nos avisamos”.
Cada mujer que trabaja en la calle carga una historia atravesada por múltiples violencias. Pero también encarna una posibilidad de transformación. La desigualdad no las ha vencido. Las ha herido, sí. Las ha desplazado, explotado, vulnerado. Y aun así, siguen de pie. Son columna vertebral y corazón de una ciudad fronteriza que, sin ellas, no se sostendría.
* Esta pieza periodística es resultado de las becas de producción del taller ‘Brechas y oportunidades: narrativas periodísticas para la equidad’, otorgadas por la Fundación Gabo, en alianza con el Banco Mundial.
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Asesinato en zona rural de Buenaventura. Foto:EL TIEMPO